Las ausencias no se superan… se caminan.
Se atraviesan descalzo, con la piel hecha pregunta y el alma hecha pedazos.
Se viven como un ritual silencioso:
en la taza que ya no se sirve,
en el nombre que cuesta pronunciar,
en la foto que aún no puedes guardar.
Los vacíos no se llenan... Se habitan.
Se convierten en habitación del alma,
con puertas que crujen
cuando el recuerdo pasa,
con rincones donde uno se sienta a llorar despacito sin pedir disculpas.
Vivir la ausencia es aprender a sostener
la vida con un nudo en el pecho
y aún así… respirar.
Es aceptar que hay días
en los que te rompes sin motivo,
y otros donde la fuerza aparece sin aviso,
porque también eso es amar:
seguir andando,
aunque falte la mitad del paisaje.
La tristeza no es una enemiga.
Es esa parte de ti que aún ama,
que aún espera,
que aún conversa con quien ya no está.
Y no, no es locura hablarle al cielo.
A veces es la única forma
de no quebrarte por dentro.
Vivir la ausencia no es olvidar,
es recordar de otro modo.
Es abrazar sin tocar.
Es reír sabiendo que algo en ti
siempre estará llorando un poco.
Hay días que el alma se te rinde,
y te dice “hoy no puedo”... Y está bien.
Pero también habrá mañanas
en las que el sol no brille afuera,
y aun así algo adentro se ilumine.
Porque amar a quien ya no está,
también es esto:
seguir poniendo la mesa con un lugar vacío
y aún así, servirte un poco de paz.
No estás roto, estás sintiendo.
No estás débil, estás vivo.
Y vivir, a pesar de todo,
es la forma más valiente de honrar y seguir amando lo que perdiste.
Fernando D`Sandi.
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